miércoles, 5 de enero de 2011

Cuento: Los colores del pueblo

Los colores del pueblo.


La tarde caía lentamente como suele pasar en los lugares donde no pasa nada normalmente, y los sucesos más rutinarios de la naturaleza perduran lo suficiente como para contemplarlos con admiración los primeros tres años seguidos, pero que ya después el tedio se les pega , como a este atardecer que parece que el aburrimiento se le colgara de las nubes, y que la costumbre se destiñera en colores mientras el sol se oculta, en el horizonte del valle en el que finalizaba la pequeña aldea, habitada por poco más de 200 personas, todas dedicadas al trabajo en el campo y a la vida simple, pacifica, acalorada, de despertarse temprano y acostarse aún más temprano.

Las casas pequeñas e iguales, construidas por los hombres pobladores, hace algunas décadas, en una de ellas habitaba una familia compuesta por los padres y dos hijas, la mayor de 16 años llamada Gabriela, porque había nacido el 24 de marzo, día de este arcángel santificado y la pequeña de cinco o seis, llamada Fernanda igualmente en honor al día del santo de su nacimiento. Gabriela se encontraba en el patio de su casa, pintando con crayolas el atardecer que desfilaba ante sus ojos, cuando entre sus dedos se poso una mariposa de colores cálidos, que no se movió hasta morir sobre la hoja. Gabriela la levantó de su lecho y le dio cristiana sepultura bajo una florecilla, esta actividad se le llevo todo el día, dejándola agotada para la noche que entro.

Gabriela, esa noche, no pudo conciliar el sueño temprano, sentía una molestia en su ser, pero no sabía qué era, daba vueltas, no encontraba comodidad en su colchón, tampoco la temperatura adecuada, bajo las sabanas hacía mucho calor, y por fuera el frío le helaba la piel. Así que ya entrada la madrugada pudo cerrar los ojos, y su dicha no fue total , a los pocos minutos se despertó agitada, una pesadilla que no lograba recordar le había interrumpido el sueño, pasó una muy mala noche, y tal vez por ello en la mañana ya no tenía ganas de hablar.

Su madre, le dio de comer, pero en vano fue el intento , Gabriela su boca no la movía, ni hablaba, no comía, sencillamente sólo miraba desde el patio al cielo, como preguntándole algo al altísimo. Su madre, obvió el hecho esa tarde, y se dedicó a limpiar la casita ya a atender a la pequeña Fernanda. Durante el largo día Gabriela no se hallaba en sí misma, algo había cambiado en su ser, y no lo entendía, simplemente quería estar en el patio, recibir el sol bajo, ese sol de tarde de lluvia, que tímidamente se deja ver entre las nubes, que mientras la sombra de algunas cubren los techos rojizos, él se deja caer lentamente en forma de rayos tibios, jugando con las sombras que dibujan las nubes más bajas. Gabriela dejaba la piel morena de sus piernas descubierta, ofreciéndoselas al perezoso rayo , que apenas acariciaba suavemente la piel, de la adolescente.

La mañana terminó, la tarde le siguió con horas muertas, el silencio de la gente que tomaba la siesta se escuchaba entre ambos oídos de Gabriela, quien decidió , salir en búsqueda de algún indicio de vida que le motive a salir de sí misma. Mientras caminaba por las callecitas del pueblo descalza, miraba sin rumbo, los ojos orbitaban en un desespero que gradualmente tomó su mente, el sol seguía oculto, y dejo que el peso de las gordas nubes callera en forma de agua, fenómeno que alegró en parte a la gente, la última temporada había sido muy reseca para la tierra que se metía por los ojos, y ensuciaba los vidrios, que se levantaba y bailaba entre las casas con el viento, las mujeres abrieron puertas y ventanas para que el leve rocío airara sus hogares, y mientras lo hacían veían con asombro a Gabriela que se despojaba lentamente de trozos de ropas, y bailaba una danza que no le había sido enseñada.

Los pasos de Gabriela en limpio, eran acompañados de la fuerte lluvia que vino con los minutos, los minutos espesos, y pegajosos. Las personas, que se dedicaron a la dicha de ver llover como hace mucho no lo hacían, se persignaban por cada paso lujurioso de la pequeña, que ya poco de su vestido llevaba, y este trozo envolvía el cuerpo virginal, adolescente, la belleza de Gabriela era tan hecha de barro de la propia aldea, que sus curvas discretas con el agua se amoldaban y dejaban en evidencia la madurez de su seno. Su rostro tarareaba para sí misma, sin susurro, simplemente el movimiento de sus labios gruesos, carnosos, hacían creer que cantaba una melodía, tal vez esa misma que sin alegría bailaba, sus ojos se entrecerraban cuando levantaba la cara, para recibir el milagro del agua, ojos más grandes que los de cualquiera, ojos vidriosos, de un negro pez, de un negro tan profundo que no dejaban en evidencia la diferencia entre el iris y la retina, eran tan grandes e inexpresivos, simplemente llenos de brillo, y si algún día parecieron endemoniados, jamás se los habían visto como ahora, entornados en la nada, cerrando y abriendo las persianas de los parpados , con el sentir al rojo, en la punta de las pestañas.

El pueblo era pequeño, bastaban tres horas para recorrerlo de norte a sur , y un par más para darle la vuelta, Gabriela se tomó seis horas, en bailarlo y cantarlo para sí, con su medio desnudez al descubierto, y los oídos cerrados, bañándose completa más de siete veces, mientras que sus padres preocupados le seguían, buscando explicación, recibiendo de sus coterráneos portazos y agua vendita, agüeros y pésames dolidos. Gabriela, paró después de que el barro ya no dejaba espacio entre sus dedos, se dejo caer, con la cabeza en alto, bajo un enorme roble del valle, arrancó un poco de hierba del prado, sin querer, así como había llegado hasta ahí, viendo el verde entre sus dedos, se dio cuenta que ya era tarde, que la desesperación ya no tenía cabida, apenas un pequeño grito de horror como respuesta a los llamados de sus padres, pudo emitir, horror que se pegó a su garganta por unos segundos, al descubrir que su voz ya no estaba y que la situación era más grave de lo que creía, pues la niña ya se había escapado de ahí, dándole paso a la inexistencia de su ser entero, que agonizaba en infantil recuerdo, viendo la tierra entre los dedos y las matas en las manos, escapándose del cuerpo febril , de caderas pronunciadas, piel tersa, busto provocador, en una risa descontrolada.

Llovió por tres días y tres noches seguidas en el pueblo, y Gabriela no se movió del lugar, ya no durmió y no comió, no habló, no miró más allá de sí misma, que buscaba entre su piel algo de lo que ya no había, y aunque entendía que ya no había nada escondido, ya no había nada que ocultar a sus ojos ni a los de los demás, el dolor de saber que ese cuerpo guardaba el nuevo secreto, que entre sus venas rondaba el mal, que el color de la piel cambiaría, que el pasto era más que verde, y que el agua se resbalaba sin querer tocarla se fundía con el agua de sus ojos sagrados que ya no lloraron diamantes como antes, que simplemente eran lagrimas, sin sal, gotas agigantadas que mojaban el prado bajo sus piernas. El pueblo le observó de lejos, y se trajeron plantas, y hechizos, se conjuraban rezos a los lejos, nadie se acercaba, temiendo ser agredido por la virgen que emitía luz violeta a lo lejos, que con fuerza de arriba del agua o de abajo del pasto, movía el gigante roble con cada sollozo, que hizo al tercer día dibujar en el cielo, el arcoíris más ancho y brillante que jamás se había visto, que en el suelo las vacas surfearon sobre pétalos de margaritas que cayeron al alba, los potreros inundados y los sapos a la cocina.

Gabriela no se enteró de ninguna de esas “bendiciones” que llegaron desde el primer baile, cuando recordaba su maldición lloraba amargamente , y las horas en las que no, escondía su mirada entre las rodillas, avergonzada de la situación que poco comprendía, escuchando murmullos a lo lejos, hablaba sola, se batía entre las ansias de correr, y las de dejarse caer, y ahogarse en el agua de sus ojos. A veces las risas de los niños que le apedreaban a los lejos la ensordecían y la hicieron gritar al cielo “¡No más” “Amarillo no más”! y esto lo repitió durante toda la tarde, que ya no se entretenía en los cambio de colores del tedio, que ya solo quería pasar por encima de Gabriela y observar a la pequeña indiecita con el pasto sin color a sus pies, con las lagrimas a flor de piel, que se pintaban amarillas o verdes según la intensidad del llanto; dándole paso a la luna que se posaba de guardia sobre la cabeza de caballera desteñida, que en algún tiempo fue negra.

Un mes y un día, el pueblo utilizó todo lo posible, desde bendiciones y ofrendas para Gabriela , hasta agresiones, que no pasaban de maldiciones a los lejos y piedrecillas, porque para nadie era un secreto que la chica, tenía poderes en sus labios, en su cuerpo, en sus lagrimas, cuando decidieron traer toda la fuerza de Dios, con el consentimiento de los padres de Gabriela, quienes pagaron con la beatitud de su otra pequeña hija, y no por ellos, sino por el peligro que representaba para Gabriela, el estar así, la gente dejaría de tolerar pronto, y una horda agresiva se habría de formar de no actuar, y la pequeña muchachita tan indefensa no le bastaran los gritos desesperados de dolor para ahuyentar, y así pasó , a las tres de la tarde, el campanario se pronunció, había llegado el momento, el exorcismo sería en la próxima hora nona.

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